“El mundo se detuvo y quedamos pedaleando en el aire»
—Alexandra, te leía en una nota decir sobre los imperativos en las relaciones: “Se rechaza el inconsciente y se pretende que uno es transparente para sí mismo. Que uno coincide consigo mismo todo el tiempo; no se permiten las vacilaciones, las incertidumbres”. En redes, mientras se iba a concretando el estado de cuarentena, empezaron a surgir discursos del tipo “aprovechá la cuarentena para ordenar el placard, terminar la tesis, leer una novela”. ¿Qué esconde ese discurso de quienes enuncian “recomendaciones” de cómo vivir la cuarentena? ¿Por qué tienen tanta audiencia los discursos imperativos, moralizantes?
—Antes que todo, me llamó la atención la velocidad con la que se pusieron a circular campañas, no hablo de las campañas oficiales, sino de consignas, consejos, ideas, y todo tipo de cosas para hacer durante la cuarentena. Eso es lo que más me llamó la atención: la velocidad con la que se anticiparon supuestos escenarios. De hecho, esas consignas se transformaron rápidamente en hashtags. Esa velocidad con la que no nos dejaron ni siquiera advertir qué estaba pasando me pareció un tanto apabullante. Luego, lo que me llamó la atención fue la manera en que se fantaseaban todas las escenas: excluyendo la angustia. Quiero decir, por un lado, todas esas consignas estarían al servicio de que nadie se angustie o se aburra o se “caiga”; pero por otro lado, no estoy tan segura de que se estuviera pensando en que eso estaba en función de no angustiarse, sino que noté que directamente no se “calculó” la angustia. Porque todas esas propuestas se podrían hacer en la medida en que uno no esté con la angustia que implica esta situación que es absolutamente inédita y que cancela la cotidianeidad de golpe. ¿Cómo se podría leer, escribir, terminar la tesis, ordenar el placard, “aprovechar”, si el mundo, tal y como lo habitamos hasta hoy, ya no está más ahí? Me parece muy complicado intentar armar escenarios como si nada estuviera pasando, como si todo fuera igual pero dentro de casa. Una cosa va con la otra: no hubo tiempo para advertir qué es esto y por eso todos los imperativos terminaron siendo negadores de un real que nos está afectando indefectiblemente y cuyos efectos aún son incalculables. Lo que creo es que los discursos imperativos y moralizantes sirven para no pensar, para negar lo que está ahí ineluctablemente. Sirven para anestesiarse, ni siquiera para tranquilizarse. Son una especie de narcótico que impide parar y permitirse no saber qué hacer. Quizás tengan audiencia porque para algunos es más fácil obedecer, creyendo que hay alguien garante de las decisiones que se toman; porque esos discursos suponen que existe alguien que sabe, que no se equivoca y que nos está garantizando que no nos vamos a equivocar nosotros. Sirven también para llenarnos de culpa porque, claramente, son imperativos incomplibles que dejan, al que quiere alcanzarlos, siempre en déficit. De hecho, muchos de nosotros, lógicamente, no estamos pudiendo hacer nada de lo que hacíamos habitualmente. Como me decía ayer mi amigo y colega Darío Charaf: estamos entre la inhibición y la angustia, oscilamos ahí. Y es que la idea misma de hábito quedó cortada de cuajo. La vida cotidiana está llena de hábitos y de rutinas que son, en definitiva, lo que arman el entramado de la realidad de cada quien. Se desgarró ese entramado y no hay con qué, por ahora, coserlo.
—La cuarentena nos pone en una situación que en esta época quizás sea extraña para algunos: la no certeza. ¿Podemos vivir sin garantías? ¿Qué nos dice el psicoanálisis de las incertidumbres?
—Hay muchas formas de vivir. Existen los que no quieren enterarse de que vivir es habitar la incertidumbre y que vivir es sin garantías. Eso conduce más bien a la inhibición y a la parálisis -que incluso muchas veces se disfrazan de un exceso de actividad- y no ahorra padecimiento porque, justamente, esas garantías no existen. Salió hace poco un libro muy bello de Anne Dufourmantelle que se llama Elogio del riesgo (de Nocturna editora) que también podría ser un elogio de lo incierto. La autora subraya cómo hoy en día la precaución se volvió norma y cómo una vida en la que se pretende calcular todo y no perder nada es una vida detenida, es más bien estar un poco muertos. Su antídoto, a lo largo de la serie de ensayos, es poner el riesgo a favor de la posibilidad de habitar una vida vivible. ¿De qué se trata el riesgo? Lejos de hacer una apología de los deportes de riesgo, o de esos moralismos que empujan a vivir una vida no importa qué, esos moralismos cínicos, ella define el riesgo como aquello que “abre un espacio desconocido”. Un riesgo no es una locura pura, tampoco una conducta apartada de las normas, ni siquiera un acto heroico. “Tal vez arriesgar la vida sea, para empezar, no morir”. Se trata de un riesgo que se precipita como resistencia a la vida neurótica, esa que calcula, que no pone en juego nada, que no pone de sí; esa vida que pretende saberlo todo anticipadamente, esa vida que pretende que podría haber garantías y certezas.
—En sintonía con lo anterior, ayer leía a Sara Ahmed, una teórica británica que escribe sobre el imperativo de la felicidad. ¿Cómo podemos leer a ese imperativo del deber disfrutar en este contexto de encierro? ¿Por qué hay muchas personas negando la angustia? ¿Es posible la sublimación a pesar de la angustia por el encierro? ¿Hay alguien aprovechándose de ese imperativo de la felicidad?
—Hay algo muy lindo que plantea la autora y que está en sintonía con lo de Dufourmantelle. Sara Ahmed dice algo así como que aguar la fiesta de la felicidad es dar paso a la vida, a una vida otra, a que se abran posibilidades. Efectivamente se trata de dar paso, de dar lugar a una vida que no excluya ni refracte la angustia. Los imperativos de felicidad y de productividad nos dejan cada vez más alienados a los mandamientos del mercado y no nos dan lugar. No hay lugar para las distintas subjetividades, no hay lugar para nuestras singularidades. Los imperativos de felicidad nos suponen a todos iguales y pretenden disciplinarnos de manera uniformada. Nos pretenden sin angustia para seguir produciendo. La idea de felicidad, entonces, no está para nada desprendida de la ideología, es netamente ideológica. De hecho, Franco Berardi la llama “ideología felicista” que, además, está en total relación con el modelo productivo. Y para contestar tu pregunta, si alguien se “aprovecha” de esto, sería el mercado del consumo que es muy voraz. No sé si estoy más atenta o si es así: pero todos estos días estamos recibiendo una cantidad inusitada de propagandas por mail y por instagram para seguir consumiendo. Si alguien “sabe” de cómo el consumo pretende obturar la angustia, esa es la publicidad. Por eso el psicoanálisis va a contrapelo de esos mandatos de felicidad y eso no quiere decir que vaya en contra de la felicidad, sino de la felicidad como mandato, como “objetivo”. Un psicoanálisis es un espacio en donde cada quien encuentra esa singularidad que el mercado -sobre todo el mercado de la autoayuda- le veda y puede empezar a hacer algo para darse paso a otra cosa. El psicoanálisis, siguiendo a Sara Ahmed, sería también un aguafiestas. Alguna vez Lacan dijo, y se puede leer en ese mismo sentido, que no hay que empujar un análisis muy lejos, que “cuando un analizante piensa que él es feliz de vivir, es suficiente”. Y ese feliz de vivir no es vivir feliz, sino vivir sin melancolizarse en la idea de que la felicidad es una fiesta de los otros a la que nunca estamos invitados. Feliz de vivir es aceptar la fragilidad de vivir sin garantías. Respecto de la sublimación diría que es al revés: no hay sublimación sin angustia. La angustia tiene una función orientadora y por eso refractarla o pretender que no la haya es una posición negadora que termina teniendo consecuencias peores. Lo que noto hoy -en días de cuarentena- es que no es tan sencillo sublimar, justamente. Lo que se sublima es la pulsión y lo que vengo escuchando o incluso experimentando es que esa pulsión está un poco “enloquecida”, no está tan disponible para ser sublimada.
Alexandra Kohan: psicoanalista, docente de la UBA